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Un viaje de Cultura y aves en Dzodzilchen. (MAYAN BIRDING)

Yucatan Jay

Tour Guide, Valladolid, Mexico

| 11 mins read

Un viaje de Cultura y aves en Dzodzilchen. (MAYAN BIRDING)

Hace unos ya casi 11 meses fuimos a una visita en Dzodzilchén junto con las 3 Marías, Ana María del D.F, María Fernanda de Mérida y Maria Masaguer de Galicia, España. Las 3 restauradoras-conservadoras del INAH. Estamos muy felices y agradecidos por el escrito de una de las visitantes. Publicamos aquí el artículo que Ana Guadalupe Díaz escribió sobre su experiencia en este viaje. Leerlo nos ha transportado de nuevo en el espacio y en el tiempo. Lean, reflexionen, sientan, opinen. Muchas gracias a esta gran escritora, antropóloga y arqueóloga de la Universidad Nacional Autónoma de México. (UNAM)

Junio 6, 2013 
De: Observatorio de paisajes 
https://www.facebook.com/proyectaobservatorio

A los chicos de la UNO: 

Llegamos a la esquina. Doblamos a la derecha y nos acomodamos en un par de escalones que daban a una puerta de madera roída enclavada en un muro verde, donde nos recibía la sombra. Ahí esperamos las tres sentadas al ras del sol. El plan era reunirnos frente al comercio de cámaras fotográficas. Sólo llevábamos un par de mochilas para las hamacas y una bolsa con cartulinas enrolladas, tijeras, colores. Botellas de agua. 
Y entonces comenzó todo a fluir. Llegaron los taxis y con ellos los chicos, las bolsas con la comida. Nos saludamos, nos repartimos en los autos y dejamos Valladolid. Yo esperaba que aquel fuera un largo viaje, pero hicimos menos de una hora. Al son de la música del reproductor de CD´s del taxi la calle giró hasta convertirse en avenida, carretera, camino rural. Y pronto nos detuvimos debajo de una ceiba que brotaba en un llano semidesierto, en lo que parecía ser el centro de la nada. El taxista se despidió -nos vemos en dos días- y desapareció entre una polvareda. En lo que repartimos los triques para empezar el traslado a nuestra nueva estancia subí la mirada para buscar la copa del árbol que nos acogía con su sombra. Era una ceiba gigante de más de quince metros de altura, cubierta de flores rosas, sembrada en un pequeño llano que no tenía más vegetación.

En su copa colgaba un panal de avispas y su música me hizo estremecer. Estamos en tierras mayas. Habíamos llegado a Dzoldzilchen.–Si estuviera unos metros más abajo, ya hubiéramos bajado el panal. Lo ponemos a tostar, es lo más delicioso que hayas probado-, dijo nuestro joven anfitrión. Atrás del tronco de la ceiba se abría un solar, donde nos esperaba doña Cecilia. Una mujer menudita y dulce, cuya edad no pude calcular. No hablaba una palabra en español (a lo largo de nuestra estancia conocí a sus hijas, nietas y bisnietas, con quienes tampoco pude comunicarme oralmente, pero con quienes establecimos un contacto muy cercano antes de nuestra partida, riendo y torteando -tortillas- alrededor del fogón).

Una semana antes me había comentado María que mi paso por Valladolid coincidiría con una visita programada a un pueblo de la región, organizada por sus alumnos de la carrera de turismo, hoy egresados. El objetivo era hacer un primer contacto con la gente del sitio y evaluar la viabilidad de instaurar un proyecto de turismo comunitario. Ya se ha implementado en otros lugares. Yo estaba sorprendida porque hasta donde tengo conocimiento, los programas escolarizados públicos dirigidos a los jóvenes de comunidades de escasos recursos tienen como principal interés formar personal especializado que se inserte fácil y dócilmente como fuerza laboral en los emporios turísticos: maleteros, pesonal de limpieza, meseros, recepcionistas y gerentes hoteleros. Lo que estos chicos estaban emprendiendo no guardaba relación con estos modelos. Y eso me gustó. Todos estábamos a la espectativa de lo que sucedería ese fin de semana.

La casa de Cecilia y el paseo al cenote Como he dicho, detrás de la ceiba se ubicaba un muro bajo de piedras irregulares colocadas sin mortero. La puerta se abre al visitante detrás del gran árbol que se hiergue como su guardián gigante, ofreciéndole su sombra. Al bajar del taxi, la luz intensa, aunada a la capa de polvo levantada por el auto, anulaba el entorno de tal forma que me pareció que el sitio estaba casi desierto, salvo por la presencia de un par de casas bardeadas. Pero conforme mis ojos se fueron adaptando a la luz, pude ver como brotaban los detalles por cada rincón. Un platanal por aquí, una tienda de abarrotes por acá, una mata con flores naranjas, un perro, unos niños en bicicleta. Y poco a poco el escenario se empezó a poblar, a renacer ante mi mirada como una flor que se abre. La sensación se intensificó al entrar al patio donde nos esperaba Cecilia, la tía de uno de los muchachos y nuestra querida anfitriona.

La barda de piedras que rodea su casa resguarda un espacio onírico. El piso está formado por enormes lozas de piedra caliza que la naturaleza expandió como alfombra sobre aquella región. Abajo, podía imaginar las cavernas por donde transitarían ríos subterráneos (y efectivamente, a unos metros de distancia se abre un cenote de aguas cristalinas). Algunas marcas en las lozas, como hendiduras para postes, me hicieron pensar en la cantidad de habitantes y usos que habría tenido el espacio a lo largo de su historia. Ahora alberga un solar que concentra cuatro casas mayas tradicionales hechas de maderos y fibras: dos son habitaciones, la tercera es la cocina y la cuarta un altar doméstico. Al centro se abre un jardín con plantas medicinales y árboles frutales, en cuyas copas se posan aves de distintas especies. El espacio, limpio y perfumado, amenizado por el canto de los pájaros y la brisa que se filtraba entre las hojas de los árboles, me hizo recordar paisajes exóticos de los libros de fantasía leidos en mi infancia, y percatarme de la verdadera calidad de vida y de los placeres desconocidos y olvidados para nosotros, los hombres grises de ciudad. Pues ese no era un paraiso artificial, sino una auténtica casa, habitada por una gran cantidad de pobladores (humanos, perros, guajolotes, aves, plantas y otras criaturas del monte).

Una vez colcadas las hamacas en la habitacion dispuesta para nuestro albergue, calmamos la sed y nos preparamos para recorrer el sitio. Anduvimos por veredas que al internarse en la selva se volvían más densas y olorosas, hasta topar de seco, con un acantilado de varios metros. Llegamos al cenote. Un halcón (Bat Falcon) nos saludó en lo alto del cielo raso y poco a poco comenzamos a identificar una decena de pájaros de colores, que ubicados en las altas ramas de la espesa vegetación, realizaban sus labores cotidianas sin preocuparse de nuestra presencia. Descansamos un buen rato a la sombra de aquella visión, y en silencio observamos todo lo que ocurría a nuestro alrededor tratando de no perder detalle. Hoy resulta complicado reconstruirlo con palabras, pero las imágenes y sonidos llegan a mi mente con la agilidad de las aves y murciélagos que descendían en picada a los recovecos cavados naturalmente en los muros del cenote, donde aguardaban sus nidos.

Así llegó la noche y la recibimos en la plaza del pueblo, junto al edificio municipal y las canchas de basquetbol. Sacamos cartulinas y crayones, y ¡manos a la obra! Con pegamento y tijeras, congregamos a los niños que se asomaban curiosos: ¿puedes dibujar el mapa de tu pueblo? A las dos horas, con un ejército de más de veinte chamacos (hermanos, primos, vecinos) dibujamos cada detalle que salía de su memoria: caminos, árboles, cuerpos de agua, casas, gente, animales. Cuando terminamos, recortamos y ubicamos, sobre un gran lienzo de cartón con el mapa de Dzoldzilchen, cada árbol en su sitio, cada gallo en su corral. Los niños no hablaban español, ni nosotras maya. Esa noche todos aprendimos algo. Nuestros anfitriones, los jóvenes bilingües, alumnos del prorama de turismo de la UNO, guiaron la actividad nocturna que nos permitió comenzar el contacto con la comunidad, romper el hielo. Sigo recordando con placer una de las experiencias más bellas del viaje. Y es que es tan divertido jugar y hacer nuevos amigos.

El paseo con pájaros Esa noche discutimos nuestras impresiones alrededor de la fogata, bajo una alfombra de estrellas, entre el barullo de las criaturas nocturnas. Al día siguiente salimos a las cinco de la mañana con binoculares en mano, listos para l asiguiente actividad. La observación de aves es uno de los principales atractivos del sitio, pues en la región habita una gran diversidad de especies. Los pájaros buscan su desayuno, comunicándose a cientos de metros de distancia. También es entonces cuando se percibe el zumbido ensordecedor de las avispas que inician su jornada de trabajo en la copa de las ceibas floridas. Recibir el amanecer en los senderos del pueblo, a la espera de encontrar un nuevo especímen entre las ramas, resulta una experiencia novedosa y excitante, al tiempo que nos permite conocer un poco de esa vida rural que nos es tan ajena. Los hombres regresan a casa con la leña, suben al monte con el ganado. Hay vida y movimiento en cada rincón, en una dinámica que comienza desde muy temprano, antes del amancer. El recorrido, en principio programado para la observación de aves, se enriqueció con los comentarios de nuestros anfitriones, quienes también son conocedores de la fauna y el uso de algunas especies comestibles y medicinales. Aprendí a reconocer un par de especies vegetales, que los mitos describen como dos hermanos poderosos, pues uno cura y otro daña. Y hay que tener cuidado de no acercarse al segundo porque produce quemaduras.

La visita al cenote, la observación de aves, el convivio con los niños. La experiencia fue una de las más enriquecedoras que he vivido últimamente, pues no tiene referente con las vacaciones que me llevan a refugiarme en sitios apartados para concentrarme en mis necesidades y problemáticas personales. Dzoldzilchen y su gente me enseñaron cosas nuevas, divertidas, importantes. Pude conocer otras voces, otras formas de pensar y ver el mundo, otros relatos y discursos. Escuché historias de cosas que pasaron hace mucho tiempo, y de cosas que pasan ahora. Y compartí también mis historias.
Estos fueron días que cambiaron mi manera de pensar en los mayas, en Yucatán, en mi ciudad, en mis tiempos y mis prioridades, en mis actitudes y mis responsabilidades sociales. El viaje me permitió llegar a casa con algo más que fotos para presumir en redes, pues traje conmigo ideas semilleros que siguen zumbando en mi mente, generando ecos que me están haciendo cambiar el rumbo de mis acciones.

Gracias María Cecilia, gracias a los chicos de Yucatan Jay y suerte con lo que viene.
Fotografías: Proyecto YUCATAN JAY (Expeditions and Tours)